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Nobuyoshi Araki: Deseo, muerte y fotografía , un viaje crudo hacia el alma japonesa

Nobuyoshi Araki no fotografía: respira con la cámara. Su obra no se puede reducir al simple acto de registrar imágenes. Cada disparo es un gesto brutalmente íntimo, una confesión, un delirio, una caricia que huele a flor de cerezo y sangre. El mundo fotográfico puede amarlo o detestarlo, pero jamás ignorarlo. Y eso es lo que convierte a Araki en un volcán activo de la cultura visual contemporánea.




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El Eros del encuadre

 

Desde sus primeras fotos en los años 60 hasta sus últimos autorretratos tras perder parcialmente la vista, Araki ha mantenido una obsesión vital: la fusión del eros y el thanatos —el deseo y la muerte—. Su estilo se cimenta sobre una tensión que resulta a veces insoportable, pero que genera una atracción magnética. En Japón, país donde las emociones suelen ser disimuladas tras máscaras de cortesía, Araki desgarra el velo con fuerza y expone la vulnerabilidad, el sexo, el dolor, lo prohibido.

 

Su serie “Sentimental Journey” (1971) es el punto de inflexión: narra en imágenes su luna de miel con su esposa Yoko, que más adelante fallecería prematuramente. Estas fotografías no son solo recuerdos de un viaje; son un diario del deseo, la ternura, la entrega total. Años más tarde, “Winter Journey” completaría el círculo, mostrando el declive de Yoko hasta su muerte. Nunca antes el amor y la pérdida se habían registrado con tanta belleza y brutal honestidad.

 

Kinbaku y la controversia

 

Araki no solo retrata a mujeres desnudas; las descompone en metáforas visuales. Su uso del kinbaku, el arte japonés del bondage, ha generado una mezcla de fascinación y rechazo. Para Araki, la cuerda no aprisiona: revela. Las mujeres atadas en sus fotos, lejos de ser simplemente objetos, se convierten en protagonistas de un ritual silencioso que invoca el poder del cuerpo como un campo de batalla entre lo que se oculta y lo que se revela.

 

Críticos feministas han cuestionado su visión masculina y su cosificación de la mujer, mientras otros lo defienden como un explorador de los límites de la representación, alguien que empuja al espectador a preguntarse qué es arte, qué es moral, y si esas fronteras alguna vez fueron reales.

 

El fotógrafo como performer

 

Araki no es solo autor de fotos. Es parte de sus imágenes. Desde sus selfies explícitos y sus bromas visuales hasta las manipulaciones con pintura sobre polaroids, el fotógrafo se convierte también en personaje, en actor de su propia narrativa. Lo vemos con una flor en la boca, con una muñeca inflable, con una cámara entre las piernas. No hay pudor ni falsa modestia. Hay juego. Y en ese juego, la fotografía se transforma en performance, en pintura, en poesía.

 

La ciudad como cuerpo

 

Tokio es otra de sus musas. No el Tokio de las guías turísticas, sino ese Tokio visceral que respira en callejones húmedos, bares decadentes, anuncios de neón y gatos que duermen sobre la basura. Araki ha retratado la ciudad como si fuera una amante impredecible, a veces cruel, a veces tierna, siempre deseable. Sus fotos de flores, gatos y cielos no son inocentes; son cargas simbólicas que contrastan con sus retratos de mujeres, creando un universo de dualidades constantes.

 

Enfrentar la ceguera, abrazar la muerte

 

En 2013, Araki perdió la visión en un ojo debido a un cáncer. El mundo se redujo, pero su impulso creativo no cesó. Publicó “Love on the Left Eye”, una serie donde la mitad de cada imagen está velada. Un testamento poético a la pérdida, un acto de resistencia. “La fotografía es la muerte”, ha dicho, pero también es su modo de seguir vivo.

 

A sus más de 80 años, con más de 500 libros publicados, Araki continúa siendo una figura provocadora y necesaria. Su archivo visual es, sin duda, uno de los más extensos e intensos del siglo XX y XXI. Su legado incomoda, conmueve, erotiza y duele. Pero sobre todo, nos recuerda que la fotografía no debe ser cómoda: debe ser real.




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