“Erotismo, muerte y matemáticas”: los combustibles de su visión

¿De qué está hecho el cine de Peter Greenaway? De belleza peligrosa. De cuerpos desnudos no para provocar, sino para exponer la fragilidad de la carne. De la muerte, omnipresente, no como tragedia sino como un recordatorio de la vanidad humana. De números y sistemas, porque todo en su cine está contado, ordenado, ritualizado.

Obras como The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover (1989) son catedrales del exceso, donde la violencia, el lujo y el deseo se entrelazan hasta lo insoportable. Greenaway no tiene miedo de empujar al espectador a zonas incómodas; su cine no es para gustar, es para quedar grabado en la retina como una quemadura hermosa.

“El maestro que filmó como un pintor enfermo de perfección”

La obsesión formal de Greenaway alcanza niveles maníacos. Cada elemento en sus películas —cada vestido, cada fruta podrida, cada rayo de luz— está colocado con una precisión de orfebre. No existe el azar en su obra, y eso lo convierte en uno de los autores más radicales de la historia del cine.

En Prospero’s Books (1991), una adaptación libérrima de La Tempestad de Shakespeare, Greenaway desafía todo lo que el cine entendía como narración visual. No se limita a contar una historia: desborda las imágenes hasta la saturación, superpone capas, fusiona danza, videoarte y literatura en un torrente hipnótico. Solo él se atrevió a hacerlo en un momento en que el cine mainstream comenzaba a ser rehén del realismo plano y la narrativa de fórmula.

“El hereje de la narración clásica”: su desafío perpetuo

Para Greenaway, el problema mayor del cine tradicional era su apego servil al texto escrito. El cine debía ser liberado de las cadenas del guion. Su batalla no era simplemente estética; era ideológica. Rechazaba la tiranía de la “historia bien contada”, esa receta fácil que conquistaba a las masas pero empobrecía la imagen.

Películas como Drowning by Numbers (1988) o The Pillow Book (1996) son manifiestos de rebeldía estética, donde los actos se repiten, los números suben y bajan como en una sinfonía, y el cuerpo humano se convierte en un lienzo para ser escrito, leído, filmado.

Greenaway es un auténtico agitador: no quiere que te sientes y disfrutes; quiere que luches, que discutas, que te pierdas en la maraña de belleza y sentido. No pretende complacerte. Quiere que te enfrentes a la brutalidad de la forma.

“El visionario que vio la muerte del cine antes que nadie”

Mucho antes de que la era digital desbordara la industria, Greenaway ya advertía: el cine narrativo está muerto. Para él, el futuro era la imagen en expansión, la multiplicidad de pantallas, el arte de la instalación, el cruce entre tecnologías. No se resignó: abrazó lo nuevo sin renunciar a su pasión por la pintura, el montaje barroco y la provocación.

Sus proyectos de videoarte y sus instalaciones multimedia en museos son extensiones naturales de su cine: formas de seguir explorando la imagen pura, sin las ataduras de la industria ni del mercado.

Greenaway, incluso hoy, sigue siendo el profeta solitario que advirtió que si el cine se limitaba a ser “teatro filmado”, estaba condenado a perder su alma.

“¿Por qué Peter Greenaway sigue importando? Porque incendió la comodidad”

En un mundo donde el entretenimiento visual se ha vuelto anestesia y consumo rápido, Peter Greenaway es un recordatorio feroz de que el cine puede ser incómodo, monumental, exigente, devastadoramente hermoso.

Greenaway no nos ofreció historias fáciles. Nos entregó laberintos de imágenes perfectas, gritos estéticos, cuerpos y naturalezas muertas que parecían implorar eternidad. Su cine no es para todos —y ahí radica su grandeza.

Mirarlo hoy es recordarnos que el verdadero arte nunca baja la cabeza ante el espectador; lo desafía, lo sacude, lo convierte en cómplice o en adversario, pero jamás en consumidor pasivo.

Peter Greenaway sigue siendo uno de los últimos grandes alquimistas de la imagen, un visionario que nos obliga a mirar, realmente mirar, en un tiempo donde ver ya casi no significa nada.